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El Tiempo

Desafíos de la Globalización

Creer en una globalización sin estragos es hoy un

ejercicio que oscila de forma indescifrable entre una

compartida visión utópica y un superficial optimismo

conformista. Globalización limpia. ¿Qué es esto, un

juego de palabras o una perspectiva real y factible?

Imaginarse una globalización que no hiera de muerte

al planeta, que sea humana, producida ‘desde abajo’,

civil y moral. ¿Qué es esto, la enésima ilusión o un

verdadero proyecto posible?

Yo, sobre este asunto, no tengo grandes certezas que

ofrecer. Apenas puedo plantear una sospecha: la

globalización buena, si existe, está hecha con los

mismos ladrillos que la globalización mala. Utilizados

de manera distinta, pero los ladrillos siguen siendo

los mismos. […]. ”

Fuente: Alessandro Baricco: Next. Sobre la globalización y el

mundo que viene. Anagrama, Barcelona, 2002, pp. 52–53.


Desafíos de la globalización

En este último capítulo abordaremos las dimensiones cultural y política de la globalización desde la perspectiva del fortalecimiento de la unidad de la humanidad en la pluralidad e interacción entre las culturas, así como del fortalecimiento de la ciudadanía en lo nacional, lo regional y lo global.

Para tal efecto, reseñaremos diversas e incluso opuestas visiones y propuestas en relación a esos temas, que nos permitan aproximarnos a la formulación de puntos de vista propios al respecto.

Diversidad cultural, migraciones y tolerancia

El término cultura se usa en la antropología para referirse a todas las creaciones materiales, intelectuales y espirituales elaboradas y usadas por las personas, del mundo, de una región de éste o de un lugar determinado. Por eso, es posible hablar tanto de una cultura global o universal, como de la cultura de una vasta área geográfica, de un país o de una localidad. En este sentido, no existen ni pueblos sin cultura ni pueblos con sólo una cultura inherente La cultura incluye todas las expresiones de la creatividad humana, tales como el lenguaje, las creencias, las costumbres, las organizaciones e instituciones, y todo tipo de creaciones, desde las manifestaciones espirituales como el arte hasta la tecnología. La particularidad de estas manifestaciones es lo que da valor, calidad y singularidad humana a los diversos y numerosos grupos humanos que habitan en el planeta.

En este sentido, uno de los grandes retos del proceso de globalización es abordar de una manera constructiva la diversidad cultural. Cada vez se hace más evidente la necesidad de fomentar el diálogo intercultural y avanzar en la búsqueda de valores compartidos, con respeto y tolerancia a la diversidad.

Las culturas locales y las identidades nacionales siempre han sido construcciones basadas en intercambios, migraciones y conquistas. Es por eso que las culturas “puras” y completamente nacionales no existen. De hecho, a través de toda la historia han existido movimientos migratorios masivos –pacíficos y violentos- motivados por las más diferentes razones. Tal es el caso de los grandes movimientos de población desde el Asia Central hacia Europa en la Antigüedad y la Edad Media, así como de los producidos desde el siglo XVI tras la llegada a América de los europeos; o de la salida de millones de personas del Viejo Continente hacia el Nuevo durante las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del siglo XX.

Ahora bien, la explosión demográfica de la que fue protagonista el siglo XX y la desigual distribución y desarrollo de la población acentuó con mayor fuerza la relevancia de los movimientos migratorios. En la actualidad, los países industrializados, que producen alrededor del 78% de los bienes y servicios del planeta, concentran sólo un 26% de la población y han alcanzado lo que se denomina una estabilidad demográfica (tasa de crecimiento inferior al 0,3% anual). En contraste, los países periféricos tienen tasas de crecimiento poblacional muy superiores frente a niveles de desarrollo inferiores.

En este sentido, los desequilibrios entre los países ricos con una población estable y los países pobres densamente poblados han provocado un extraordinario flujo migratorio hacia las áreas más desarrolladas, principalmente hacia Europa y Estados Unidos. Así, las migraciones han pasado a ser también un aspecto importante de la globalización.

No obstante, este masivo desplazamiento de personas que buscan mejorar sus perspectivas de vida, presenta problemáticas complejas. Si bien, proporciona mano de obra a los países desarrollados, sobre todo, para realizar aquellas tareas más duras o mal remuneradas que sus ciudadanos rechazan; la difícil integración de los inmigrantes en la cultura y modos de vida de los países desarrollados y el auge de movimientos xenófobos son la otra cara de este fenómeno. A ello se suma, el efecto que produce la inmigración ilegal para los inmigrantes legalmente establecidos y la proliferación de mafias que realizan verdaderos tráficos de seres humanos.

En relación a esta última problemática, Jean Daniel, director del semanario francés Le Nouvel Observateur, plantea que“ (...) los clandestinos son, por ello, vistos como agresores. No lo son. Son, por el contrario, víctimas en el sentido más amplio de la palabra. Si fueran felices en su tierra, se quedarían en ella. Son víctimas de las ilusiones que su desesperación alimenta: cualquier cosa es preferible a lo que ellos viven y, de hecho, muchos otros lo han conseguido con los mismos medios. Son, al fin y al cabo, víctimas de las mentiras de los famosos intermediarios. Se sabe que estafadores muy bien organizados reclaman a los candidatos a la inmigración ‘deudas de sangre’. Cuentan en todos los países por los que hay que pasar hasta llegar a la nación deseada con relevos, con cómplices de su impostura, con beneficiarios de ese tráfico de seres humanos. Después, una vez que llegan, si es que llegan, los inmigrantes son condenados a trabajar para ellos”.

Por su parte, los gobiernos de los países receptores de estos flujos migratorios han optado por regular y establecer políticas que permitan afrontar esta realidad. El siguiente extracto de un artículo publicado en El País en Octubre de 1999, a propósito de una acción del Gobierno español dirigida a organizar la llegada de los extranjeros para trabajar como temporeros, da cuenta del drama humano que esconde la inmigración ilegal.

“(...) Casi todos huyen. Algunos de guerras o regímenes dictatoriales. La mayoría, sin embargo, sólo intenta alejarse del hambre. Un total de 276.796 extranjeros figuraban inscritos en el registro de inmigración en 1990. Ahora conviven legalmente con los españoles cerca de 800.000: un 200% más que a comienzos de la década. Son cifras tal vez espectaculares para un país de emigrantes (24.487 en 1975, el año previo al ingreso en la Unión Europea), pero alejadas aún de potencias como Alemania, que acoge a 10 millones de desplazados, o Francia, Italia y Reino Unido, con seis millones.

Latinoamericanos, magrebíes y rusos encabezan la lista de concesión de visados en España, una demanda emergente entre chinos, turcos y, muy especialmente, en África subsahariana. Ciudadanos de Gambia, Senegal, Guinea Ecuatorial, Cabo Verde, Nigeria y Malí se encuentran a menudo entre los 2.879 polizones detenidos por la Guardia Civil en los últimos cuatro años.

Muchos han sido expulsados, al igual que 17.069 en 1998. O rechazados en la frontera, como los 102.242 de 1996. Con todo, fueron más afortunados que los que nunca tendrán billete de vuelta. Son los 101 cadáveres recuperados en aguas del Estrecho entre el 1 de enero de 1996 y el pasado 31 de agosto, o los 274 que desaparecieron.

Trataban de alcanzar el primer mundo a bordo de pateras [balsas]: 269 fueron interceptadas, 7.500 de sus ocupantes detenidos y 263 náufragos rescatados. Antes habían pagado cantidades astronómicas a las mafias que trafican con la desesperación humana. 177 de estas redes fueron desarticuladas, 363 cabecillas entregados al juez y 1.171 de sus víctimas localizadas. El resto, continúa intentándolo cada día. Son los datos de una huida.(...)

Sin embargo, como la mayoría de los procesos históricos, la mayor o menor apertura o receptividad a los inmigrantes en el seno de estas sociedades desarrolladas, también ha experimentado avances y retrocesos, sufriendo contracciones o reacciones xenófobas sobre todo en aquellos momentos, como el actual, en que la economía mundial se ve enfrentada a dificultades y en que los grupos sociales más afectados por estas dificultades tienden a focalizar en el elemento foráneo la causa de gran parte, sino todos, los males que les aquejan.

Así ha planteado el problema Eric Hobsbawm:

“Muchos ideólogos y políticos tienden a comportarse como si este proceso fuese incontrolable, como si ningún gobierno tuviese la capacidad de resistir. Sencillamente –piensan- deberíamos secundarlo y adaptarnos a él. Pero en realidad [...] este proceso tiene límites que no se pueden superar, y que se deben fundamentalmente a resistencias políticas por parte de las poblaciones, como en el caso de los frenos impuestos a la inmigración de fuerza de trabajo a costo más bajo. Desde el punto de vista de la lógica del mercado libre, debería haber una completa libertad de movimientos de todos los factores de la producción. Y sin embargo se ha demostrado poco menos que imposible conseguir que un factor de producción como es el trabajo pueda moverse sin ataduras de ninguna clase”

Ahora bien, a pesar de que las migraciones sur-norte son una temática constituyente del mundo actual, los flujos migratorios no son movimientos únicamente dirigidos a los países desarrollados. Kim Hamilton, del Migration Policy Institute de Estados Unidos, calcula que unos 150 millones de personas viven fuera de su país de origen, incluidos ilegales y refugiados. De ellos, alrededor de la mitad corresponde a migraciones entre países del Tercer Mundo, donde el tema de la inmigración también se está convirtiendo en una cuestión política prioritaria.

“En Suráfrica, desde el final del apartheid, varios millones de ilegales de otros países del continente han llegado a esas tierras de donde decenas de miles son expulsados cada año. Según el ACNUR, hay más de 21 millones de refugiados en el mundo, efecto de las guerras y de los sifones económicos. Con su política de puertas abiertas, Egipto se está llenando de refugiados. En El Cairo se ha perdido la cuenta, pero pueden estar malviviendo hasta medio millón de ellos, y la UE teme que la capital egipcia se esté convirtiendo en una vía de paso hacia Europa. Muchos se quedan. Y en el cercano Golfo, el número de trabajadores extranjeros se multiplicó casi por cinco (de 1,1 a 5,2 millones) entre 1970 y 1990. En Arabia Saudí, una cuarta parte de los habitantes eran

ya extranjeros en 1999. En Asia, las migraciones se notan menos porque los inmigrantes llegan a países muy poblados. Los chinos se han convertido en una clase transnacional en Asia, como los indios en buena parte de África. Tailandia produce 400.000 emigrantes al año, pero recibe cerca de 600.000 inmigrantes”.

Aún cuando la migración ha sido abordada como un problema principalmente desde el punto de vista de las identidades y del encuentro entre culturas, es evidente que –como hemos podido apreciar– el fenómeno tiene una dimensión socioeconómica que no es posible obviar. Así lo plantea Adela Cortina:

“Sin embargo, y aun concediendo toda la importancia que pueda tener a la diferencia cultural, quisiera dejar constancia de que los grandes conflictos y las dificultades de construir tanto una ciudadanía política como una ciudadanía multicultural siguen teniendo también en su raíz, y con gran fuerza, las desigualdades económicas y sociales. A pesar del empeño por asegurar que los grandes problemas sociales son hoy el racismo y la xenofobia, sigue siendo cierto que el mayor de ellos es la aporofobia, el odio al pobre, al débil, al menesteroso. No son los extranjeros sin más, los diferentes (que somos todos), los que despiertan animadversión, sino los débiles, los pobres”

¿Nuevo orden o nuevo desorden mundial?

Con la caída del Muro de Berlín en 1989 y el derrumbe de la Unión Soviética en 1991, terminó la denominada Guerra Fría y la bipolaridad entre superpotencias que la había caracterizado. La defensa y la disuasión frente a la amenaza nuclear, dejaron de ser las principales prioridades de las potencias mundiales. A partir de entonces, surgió lo que se denominó como un nuevo orden mundial, caracterizado por la supremacía de Estados Unidos, así como por la hegemonía del modelo democrático en el orden político y del capitalismo neoliberal en el ámbito económico.

La supremacía estadounidense no se basa sólo en la presencia de sus agentes económicos en todos los lugares del mundo y de su gravitante participación en los principales recursos y mercados. A ello se suma una amplísima superioridad militar, el control del espacio geoestratégico y su papel de vanguardia en la ciencia y las tecnologías de punta (Estados Unidos mantiene el primer puesto en los campos electrónico, informático, aeroespacial, biotécnico y nuclear).

Durante la década que va desde el derrumbe del comunismo (1991) hasta el derrumbe de las Torres Gemelas (2001), y particularmente durante el gobierno de Clinton (1993 – 2001), la supremacía norteamericana logró articularse –aunque no sin tensiones ni contradicciones– con la construcción de acuerdos internacionales, regionales y globales en el marco de la Organización de Naciones Unidas y de las normas universales elaboradas a partir de 1945 y que durante la Guerra Fría no habían podido desplegarse a escala planetaria.

Sin embargo, los devastadores atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas y el Pentágono, significaron un duro golpe para esta potencia hegemónica que, con un 4,5% de la población mundial consume el 35% de los recursos mundiales. Por primera vez desde su transformación en potencia global, Estados Unidos había sido atacado en su propio territorio continental.

El golpe alcanzó al corazón financiero y militar de Norteamérica, junto con matar de manera atroz a

cerca de tres mil personas. A consecuencia de ello, la potencia más poderosa de la historia humana ha sido paradojalmente atrapada por una percepción de extrema vulnerabilidad, lo que se ha traducido en una política global que pone en el centro la seguridad nacional, llegando incluso a elaborarse la doctrina de la guerra preventiva contra quienes sean considerados una amenaza para aquélla.

El 11 de septiembre de 2001 remeció al mundo y también a la dinámica existente en el concierto internacional. Se tomó conciencia de nuevas amenazas, de nuevos desafíos, de la necesidad de redefinir la política y reordenar las prioridades; quedó de manifiesto además, que los conflictos que existen en muchos países de la periferia, tienen potenciales y reales posibilidades de repercutir globalmente y desequilibrar el orden mundial.

Frente a tan inmenso desafío, Estados Unidos ha optado por utilizar todo su poder a nivel planetario para proteger a sus ciudadanos y a su territorio de lo que ha empezado a denominarse como terrorismo global, lo que incluye acciones militares contra los estados que considere cómplices. En esa perspectiva,

se ha incrementado la tensión entre las exigencias de la seguridad nacional norteamericana tal como las define el gobierno de Bush (2001–2005), por una parte, y la construcción de un orden mundial basado en principios y normas universales que se había puesto en marcha durante la década anterior, por la otra. Para Bush, junto a la reafirmación de la alianza con el Reino Unido, la prioridad ha sido el establecimiento de una red de alianzas bilaterales con los estados que hacen suya la agenda de seguridad estadounidense y apoyan sus acciones incluso al margen de los organismos multilaterales.

Por su parte, la Unión Europea y América Latina, aliados históricos de Estados Unidos, han combinado la solidaridad con éste frente a la agresión sufrida y su disposición a participar en el esfuerzo global contra el terrorismo, con la afirmación de que esta lucha debe enmarcarse en los principios y normas globales, y que en ella las Naciones Unidas deben jugar un papel central, rechazando las tendencias norteamericanas hacia el unilateralismo.

En este contexto, la actualidad se caracteriza por una reestructuración del orden mundial, cuyos rasgos principales aún no están claramente definidos.

Uno de los principales efectos de los atentados del 11 de septiembre de 2001, ha sido agudizar la percepción en cada una de las sociedades de nuestro actual mundo globalizado, de la existencia de un desorden más que de un orden mundial, caracterizado por la vulnerabilidad tanto como por la interdependencia.

De ahí ha surgido con mucha fuerza la demanda de invertir en seguridad, frente a una amenaza difícil de identificar pero que ha demostrado su enorme poder destructivo. Quedó en evidencia que los sistemas tradicionales de disuasión no son eficaces frente a las células terroristas, pues poco pueden hacer los modernos sistemas de armamentos y los grandes ejércitos frente al terrorismo y otras amenazas globales a la seguridad como el crimen organizado, el narcotráfico y la desarticulación social de la que se nutren, que constituyen los mayores desafíos del siglo XXI en el ámbito de la seguridad.

El ataque a las Torres Gemelas en Nueva York y al Pentágono en Washington pusieron de manifiesto de modo brutal los problemas que la globalización no había resuelto o, incluso, se asocian a ella, los cuales han comenzado a ocupar un nuevo lugar en las discusiones intelectuales y los discursos políticos de sus principales representantes.

Los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, más que la agresión a un solo país, fueron un crimen contra la humanidad; una atrocidad que es expresión del peligro multiplicado que reviste el fanatismo al hacer uso de las tecnologías de nuestro tiempo. A partir de esa amenaza materializada ante los ojos de miles de millones de seres humanos, parece haberse mundializado un sentimiento de inseguridad, multiplicándose con mayor fuerza la sensación de que todo está interconectado y que lo que ocurre en los otros lugares del mundo no puede resultar ajeno a nadie. Este hecho puede tener varias lecturas y diversas consecuencias, las que sólo podrán visualizarse claramente con el tiempo.

Según Ulrich Beck, el atentado del 11 de septiembre “no se trata de un ataque contra Estados Unidos, sino contra los valores de la humanidad y de la civilización, y de un ataque contra los valores del Islam, un ataque contra todos nosotros”.

Hay quienes plantean que tras los atentados, el mundo estaría entrando en una nueva era marcada por el retroceso de la globalización puesto que la amenaza del terrorismo global llevaría a un aumento de las políticas proteccionistas y al cierre de las fronteras, restringiéndose aún más el libre tránsito de las personas, y a un retroceso de las libertades públicas.

Lo cierto es que lo ocurrido el 11 de septiembre de 2001 ha puesto en jaque la visión idealizada de la globalización, puesto que dejó en evidencia los conflictos a los que se verá enfrentado el mundo en esta nueva era, a la vez que ha despertado el debate sobre todas aquellas temáticas que habían sido desplazadas por los agentes que han liderado la globalización.

La amenaza que el terrorismo fundamentalista global representa, tanto para las naciones como para la humanidad en su conjunto, ha abierto un debate respecto a si responder más sobre el fundamento de la defensa de valores y normas universales, o sobre la base del interés o la seguridad nacionales amenazados. El modo en que este debate se resuelva tendrá efectos determinantes para la continuidad de la propia globalización.

En ese sentido, la situación generada tras el 11 de septiembre obliga a replantearse la globalización, no para acabar con ella, sino por el contrario, para equilibrarla y ampliarla hacia aquellos ámbitos que requieren de una voluntad concertada para construir un mundo más humano, más solidario y más justo. Ello significa, entre otras tareas, globalizar el derecho internacional, asegurar el respeto a los derechos humanos, luchar por derrotar la pobreza.

Una consecuencia evidente de la nueva situación es que la política, cuyo liderazgo había sido desplazado por el de los mercados, vuelve a adquirir protagonismo, en cuanto la batalla contra el terrorismo global en un desafío político. Así, el Estado vuelve a tener su lugar en el mundo. Según

Estefanía, “la recesión global, unida a la incertidumbre generada por los atentados de Nueva York y Washington y el conflicto bélico posterior ha puesto fecha de caducidad a los análisis hegemónicos neoliberales; el Estado reaparece como reparador de los desórdenes; el sector público adquiere protagonismo en la reasignación de los recursos a través de los aumentos en los gastos de defensa y de seguridad, y de las ayudas a las empresas y sectores en crisis”.

Pero este Estado que vuelve a reposicionarse no es el mismo de siempre; es un Estado que para fortalecer la seguridad nacional y hacer frente a los “problemas globales” debe fomentar la cooperación transnacional. Según Beck, “hay que aplicar un principio paradójico: el interés nacional de los Estados les fuerza a desnacionalizarse y a transnacionalizarse, es decir, a renunciar a su soberanía para resolver sus problemas nacionales en un mundo globalizado”.

Por otra parte, los atentados del 11 de septiembre de 2001, tuvieron un fuerte impacto en las sociedades del mundo, poniéndose de relevancia, nuevas temáticas que hasta entonces no se habían visualizado con la fuerza o la urgencia actual.

Uno de los efectos más directos de los atentados fue la globalización del sentimiento de inseguridad, el cual ni las tecnologías más avanzadas lograron apaciguar. Según Ulrich Beck, la nueva amenaza del terrorismo transnacional “ha abierto también un nuevo capítulo en la sociedad del riesgo mundial.

Hay que distinguir claramente entre el atentado en sí mismo y la amenaza terrorista que el mismo universaliza. Lo decisivo no es el riesgo, sino la percepción del mismo. Lo que los hombres temen que sea real es real en sus consecuencias. El capitalismo presupone un optimismo que se ve destruido por la creencia colectiva en la amenaza terrorista, lo que puede llevar a la crisis a una economía desestabilizada.

Quien ve el mundo como una amenaza terrorista queda incapacitado para actuar”. En este sentido, Beck plantea que lo relevante no es cuán real es el peligro que se percibe, sino la percepción misma de que se vive en un peligro o vulnerabilidad permanente. Y es esta percepción la que ha provocado profundas transformaciones en los diversos ámbitos: reaparición del Estado como ente

protagonista en las relaciones internacionales; una creciente tendencia a privilegiar la seguridad por sobre las libertades individuales, recrudecimiento de los fundamentalismos, legitimación por parte de los Estados más poderosos de acciones militares para combatir el terrorismo global, entre otros.


Documento componente del fortalecimiento de la

Profesión Docente.

Enseñanza Media.

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